¿Recuerdas aquella noche en la que me dijiste que nada ni nadie es para siempre? Que cuando llegara la hora de tu partida, sería a un sitio mejor, lejos del caos y del dolor en tus huesos. Que para ese entonces, yo ya sería mucho más fuerte que cualquier virus en la Macintosh de los tíos, que podría soportar la realidad sin necesidad de preguntarme de porqués.

No fue así, te fuiste, y yo me pregunte más veces de las que se pueden imaginar, por qué. Te fuiste y no fui más fuerte que cualquier virus dentro de una maquina, fui el corto circuito que las hizo explotar, porque jamás te volvería a ver.
Muchas veces, cuando me siento muy sola, recuerdo que me dijiste de subir a lo más alto de cualquier monte o edificio, que me sería fácil, entonces, cuando estuviera allí, mirará todas las luces de la noche, que no intentara contarlas, sólo observar y pensar en que a lo lejos y no, hay más personas, que no importan sus características, si brillan de manera banal o por el hecho de ser luz propia, pero que las hay. Que unas brillarán por mucho tiempo y otras, se apagarán porque la electricidad puede quemar. Entonces; eso me haría ver que debo abrir la puerta a cada persona que se cruza en mi camino (que también es el suyo) que con algunas se crearía una conexión por años que romperían la distancia y con otras, sólo se caminarán algunos pasos. Pero que las viva, que viva cada una de esas personas, porque nada ni nadie es para siempre. Y qué razón tenías.

Muchas personas han alumbrado en mi vida de una forma incomparable, unas cuantas, me han dejado en penumbra, sin vela ni cerillas, también lo he hecho.
He perdido la cuenta de todas esas situaciones, del por qué se han ido, también yo me he ido, muchas veces he sido la que se va. Por que la luz de algunas personas me ha hecho daño, otras, han generado una armonía inmune.

A veces, subo a lo más alto y observo, pienso en la cantidad de personas que conozco, y todas las que me faltan por conocer y sí, nada ni nadie es para siempre, abuelo.

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