Traté de cortar mi mano derecha para implantar una nueva, una nueva que escribiera un buen libro, doctor.

Desde hace un tiempo dejé de planear mi vida como antes, dejé de trazar mi vida sobre planisferios, mapas y calendarios, desde entonces, supongo, es que mi vida fue enfermando.


El lugar
Un mundo se escucha allá fuera, un mundo seguro que se queda en silencio cuando se sale de esta cárcel.
Aquí dentro se escuchan los lamentos del suelo con cada movimiento de las sillas, con cada paso. Las paredes están congeladas, el sol nunca las tocó. Los escritorios se consuelan entre ellos relatando historias de sus otras vidas, en oficinas con personal que sí parecía ser feliz, incluso, a veces, se hacen la ilusión de haber estado en colegios, escuchando lecciones de idiomas, geografía e historia. Al igual que los niños de esos colegios, huyen de conversar sobre matemáticas, pues los números es el tema que predomina en aquel lugar y cada que las cuentas no salen reciben sin motivo golpes, golpes en la espalda, golpes con la punta de una pluma, golpes con el puño cerrado, golpes. 


Día uno
El más largo, por su puesto, estudiar la carrera de los dos actores asignados a mi cargo como RRPP.
Llegué a casa a llorar por mi prisión durante ocho horas en esa oficina, llegué a casa a llorar porque añoré tanto mi libertad, lloré porque el transporte público en hora pico es una pesadilla y afrontaba con cada derrame de lágrimas mi estancia mínima de un mes en ese puesto.



Día dos
Llorar libera, te ayuda a soltar aunque sientas cómo se desprende de ti lo que eras, te deje aturdida y con dolor extremo de cerebro.
Logré despertar poco después de las cinco am, me alisté para hacer ejercicio y lo conseguí, esa mañana, fortalecí brazos e hice quince minutos en la escalera eléctrica. Todo fue en modo intenso (se queman más calorías). 
Ya en la oficina, concreté prensa para uno de los actores. El día fue más rápido, aun así, llegué a casa insatisfecha, agotada y con el ánimo tres niveles abajo de lo normal, o sea: perdida en la depresión y la lógica obligación de ser mayor y responsable.



Día tres
No conseguí despertarme para hacer ejercicio, desperté cuarenta y cinco minutos antes del horario pactado, para enlazar por medio de un phoner una entrevista con uno de los actores y un periódico de Guadalajara. 
Me metí a la ducha y no había agua, entonces, sólo me cambié de ropa. 
Hice el enlace a tiempo y con éxito, llegué tres minutos tarde a la oficina y comencé con las tareas pendientes.

Poco antes de la hora de comer, probábamos un timbre, me asomé a una ventana incompleta, a una ventana con el vidrio roto que desconocía, una ventana que me atravesó y de pronto, sangre.

Fue un accidente, un accidente que pudo apropiarse de mi vida en la misma fecha del suicidio de Kurt Cobain, pude haber muerto pero no, no me salvo de vivir.
Había visto mi interior a través de una herida, en seguida la sangre comenzó a brotar sin detenerse, un río de sangre desbordaba por el barrio de la roma y partía de mi muñeca derecha.




Hospital Ángeles
El sitio más siniestro en el que he estado, las paredes estaban pintadas de color miedo, cada uno de los aparatos de supervivencia parecían tener dientes afilados de fuera, temí durante varios minutos se aproximarán a morder mi herida o alguna otra parte de mis zonas vitales, sus cables se movían en dirección mía como si quisieran estrangularme, por primera vez en mucho tiempo temí por mi vida. La cama me abismaba en una especie de niebla nácar desencadenando pánico y dolor en mi extremidad. 

Esperé, esperé poco más de una hora y treinta minutos al cirujano. 

El dolor de accidentes emocionales se juntó con el dolor de mi herida haciéndose inagotable, la sangre fría pintaba como lienzo a través de los vendajes, una obra abstracta de mis malas y buenas decisiones, no podía entender cómo es que había llegado ahí y cómo una herida de una pulgada y un poco más en profundidad me tenía tan vulnerable en llanto, pánico y aflicción.

No podía dar aviso a mi madre, tiende a ser tres veces más drama que yo y esa habitación corría el riesgo de derrumbe. Si ella lo sabía se hubiese derrumbado con ella en la lejanía y al teléfono.
Avisé a un par de amigos, sólo uno pudo darme apoyo moral a distancia, dejé de alucinar todo lo anterior cuando el cirujano llegó, sí, pero al verlo y cuando comenzó la exploración, empece a malviajarme nuevamente.

Nunca pude girar mi cabeza para ver cómo reparaba desde el tendón, me sostenía con mi mano izquierda apretando el delgado colchón de la camilla, me sostenía del dolor que ya no sentía, me sostenía con todas mis fuerzas como si fuese a bordo de la montaña rusa que nunca he montado. 



El tiempo cura, sí, pero ahora tiene  otros asuntos que atender.
Han pasado diez días después del accidente, hay actividades que al realizarlas son complicadas de lograr y otras imposibles. Es difícil hidratar mi brazo y mano izquierda, mi piel comienza a tener grietas de resequedad, la derecha tira pequeños trozos de piel de entre los dedos descubiertos. Mis uñas de la mano izquierda han crecido al doble o triple que las de mi mano derecha y no puedo cortarlas. Me preocupa que las uñas de mi mano derecha detengan su crecimiento, a los muertos les crecen las uñas. Se supone, sigo viva.
En momentos, hago planas de vocales, abecedario, círculos y lineas como en el preescolar, ha sido frustrante y me hace pensar en las terapias que necesitará mi mano derecha para volver a tomar un lápiz, para volver teclear en la computadora sin lastimarme o sentir dolor, para poder abrir el frasco de los frutos secos sin que se me caiga la mitad del contenido o derramar el liquido clonazepam sobre las sábanas sin lograr calmar mi ansiedad. 
Tanta incertidumbre respecto a la recuperación de mi mano derecha me consume, me está destruyendo.

Las noches se han convertido en pesadillas constantes.
Antes no salía de casa por gusto, ahora me rehuso a salir por temor a que un árbol flaqueé y caiga sobre mí o que el taxi en el que viajo choque contra otro taxi, el conductor salga por el parabrisas y los vidrios atraviesen mi cuerpo. 
El mar estático, plasmado en el desnivel bajo la glorieta de insurgentes me ahoga, siento cómo me falta el aire antes de cruzarlo y retomar el río de autos que navegan en calma sobre avenida Chapultepec, de camino a casa, de camino a mi habitación que me resguarda de cualquier accidente vehicular, climático fatalista o de pensamiento. Las ventanas de mi hogar no se me vendrán encima, no cortarán ninguna parte de mi piel, las ventanas de mi hogar me aman tanto que nunca abren. 






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